Lo bueno que tiene estar presente donde acaece lo noticiable es que, al menos se tiene una mínima referencia, siquiera personal y necesariamente subjetiva. Sin embargo, cuando uno se toma la molestia de leer o escuchar a quienes tienen todos los predicamentos para publicar en tribunas de lo más principal, se da de bruces con la realidad, la otra realidad: la real.
No es misión de este triste abajo firmante el extractar titulares, frases hiperbólicas u olvidos malintencionados porque pasadas unas fechas, hasta es posible que los creadores de opinión estén ya arrepentidos. O no. Pero, eso sí, tras cumplir su misión, ahí se las den todas.
El caso es que leyendo, uno se cansa de tener que escrutar entre líneas o directamente releer y poner en duda todo su acervo, todo lo aprendido o, ay, no entendido.
Mención aparte merecen las pacatas retransmisiones televisivas, ya que a menudo, nos vemos impelidos a quitar el sonido para no escuchar el relato de todo lo contrario de lo que estamos observando. Ternura causan los esfuerzos de los comentaristas para camuflar lo que sucede o, directamente y sin asomo de rubor alguno, maquillar lo injustificable. Obvio en este trance las constantes patadas al idioma, ya que esta digresión nos llevaría a otros costales.
Viene todo esto a cuento de que poco a poco el templo, otrora sagrado, de Las Ventas, se está convirtiendo en plaza de pueblo, pero no de esos pueblos que prosperan al calor del respeto por el toro y la liturgia, sino a esas plazas donde la gracia está en los tendidos y menos, mucho menos en la arena.
Uso esta insigne tribuna a modo de polizón puesto que, aunque mi entorno me define, o acusa, según, de ser del Siete, no tengo mi abono en esa solanera, pero sí digo que si no existiera, habría que inventarlo. Desconozco si es una persona jurídica, pero esta publicación revela tanta inquietud como dedicación y cuidado por lo nuestro. Ojo, que el Siete no es algo monolítico ni mucho menos infalible, soy cuasi un advenedizo pero no adulador de entretiempo. Aquí no hay más maleducados que en otros tendidos u otras plazas.
Ningún aficionado al cine, a la literatura, al motociclismo o a la entomología pone nunca en duda su pasión, por el contrario, ¿quién de nosotros no ha tenido alguna vez una duda? ¿Cuántas veces nos hemos preguntado, qué hago yo aquí?, el aficionado a los toros no es un diletante cualquiera, de ahí que debamos ir a los cosos con el espíritu abierto y sin apriorismos. Ser partidario de un torero es estar a cinco minutos de convertirse en un futbolero, y ya se sabe que al fanático de un equipo de fútbol no le gusta el balompié, su única obsesión es que gane su equipo aunque sea marcando un gol con la mano. Por definición, considerarse aficionado a los toros, necesariamente, conlleva el hecho de no alinearse con nada ni con nadie. Tan malo es ir a una plaza a reventar a una ganadería o un torero, como ir para sacarlo en hombros haga lo que haga.
Las adhesiones inquebrantables de las que últimamente se ha imbuido buena parte de la afición venteña, hacen un flaco favor a la Fiesta. Como también están de más las invasiones incontroladas del ruedo, faltando al respeto a quienes no han tenido su tarde. O, peor aún, impidiendo que torerazos que lo dieron todo, tengan que irse por la gatera de la Puerta de Cuadrillas. Los toreros más gloriosos lo fueron tanto por lo que hicieron dentro como, y, sobre todo, por la hombría que desplegaron fuera.
En una escena, difícilmente mejorable, de El secreto de sus ojos, Juan José Campanella hace decir a uno de sus personajes eso tan manido e inexplicable de “una pasión es una pasión”, harto complicado se me antoja añadir algo que dé algo de sentido a este aserto.
Qué necesarios son los inviernos para hacer balance, serenar el ánimo, seguir leyendo y estudiando y escuchar a los que saben para esperar, con sosiego, la primavera que llegará, vaya si llegará.
Bienvenido Picazo Ruiz - Abonado del Tendido 9