Abierto al público como otros años, la Asociación Nacional de Presidentes de Plazas de Toros ha celebrado en Las Ventas su congreso anual, mereciendo mi atención la mesa redonda de 28 de octubre sobre enfoques presidenciales en los cosos de primera categoría. Dirigida por David Casas, la componían, además del veterano Matías, de Bilbao, un presidente de Sevilla, el más joven de Madrid y otro de Zaragoza. Se hizo corta la hora y media que duró. Al terminar no hubo coloquio ni preguntas, que hubieran sido numerosas dado el desarrollo del acto, decidiéndome a redactar este artículo con lo que me iba viniendo a la mente en cada intervención más lo que hubiera dicho yo allí. Partiendo de que cada plaza tiene su personalidad en público, toro y gustos, y a ella deben acomodarse sus presidentes —sin que los de unas valgan siempre para otras—, todos reconocen la división entre espectadores y aficionados, con influencia en la aprobación y devolución de reses y en la concesión de trofeos, por las discrepantes visiones de unos y otros, siendo labor de los presidentes buscar la equidistancia entre rigor y condescendencia. Todos también coinciden en no ser lo mismo el toro en el campo que en los corrales o el ruedo, aplicando cada uno sus conocimientos para rechazarlos o admitirlos, pero dejándose asesorar por los experimentados veterinarios de sus plazas. Ninguno suele hablar con los toreros en las prolegómenos y, de hacerlo, solo dentro de la cortesía y el protocolario recordatorio de normas y consejos. También coinciden en lo difícil de imponer la autoridad a los picadores, volcados al servicio retribuido de los matadores y que ni con sanciones los disuaden, aliados como están, encima, con esa parte del público que quiere brevedad y suavidad en la suerte de varas. No suelen tener problemas de orden público más allá de los improperios e insultos, aunque el de Zaragoza hubo de salir escoltado la tarde que negó una oreja a Padilla, que cuenta allí con los más abundantes y exaltados forofos. Todos coincidieron en la responsabilidad que asumen (mayor si hay televisión) y en no olvidar que de la presidencia forman también parte los asesores y los delegados. En general se declaran insensibles a la crítica, llegando a decir Matías que durante la feria (él actúa de único presidente) no lee periódicos. Y reconocen lo difícil de contentar a todos, sin verse libres de las equivocaciones de cualquier humano que debe decidir sobre la marcha sin poder meditar la decisión ni enmendarla. Ven difíciles las medidas para acortar la faena en fase de estoque y descabello —limitación de entradas y golpes— y todos creen que la multiplicación de reglamentos trajo más inconvenientes que ventajas, pero considerando positivo exigir faenas de dos orejas para salir a hombros. De haber habido coloquio, tenía pensado preguntarles cómo resuelve cada uno lo de la vuelta al ruedo al toro, que el reglamento condiciona a una solicitud del público, difícil de apreciar al coincidir con las peticiones de trofeos, sin saberse qué está queriendo la gente que airea los pañuelos, si vuelta al ruedo u otro apéndice, ya que normalmente la lidia de esos toros de calidad se hace con faenas vistosas que conllevan peticiones de la segunda oreja. De modo que al final —es mi impresión— el pañuelo azul lo sacan los presidentes por su cuenta incumpliendo el reglamento, no fácil de atender en este extremo, y sin que se adivinen fórmulas eficaces para diferenciar las peticiones de premio a toro o torero. Fue tratado, pero no resuelto, el tema de la apreciación de mayorías cuando es el público el que manda. Se admite que la mayoría es la absoluta (mitad más uno) y no la simple (más síes que noes sin contar abstenciones, nulos y en blanco), concepto jurídico-político inaplicable a las votaciones en las plazas, donde no cabe otra opción que la de sacar o no sacar el pañuelo. Imposible saber si los que no lo exhiben están en contra, se abstienen o votan nulo o en blanco. La repuesta más sagaz la dio Matías (a quien personalmente dije, al saludarle y fotografiarme con él, que encarnaba las virtudes de un presidente modelo: sapiencia y experiencia, prudencia, paciencia e independencia). ¿Y qué dijo? Lo que siempre he dicho yo (y escrito está): que una mayoría de peticionarios no la hay nunca o solo en rarísimas ocasiones, pero que en el afloramiento de pañuelos de una petición intensa y abundante se nota ese «clamor por algo importante y especialmente vivido» del que carecen las peticiones tibias e incompletas. Es buen momento para exponer lo que desde hace tiempo sostengo sobre las peticiones vinculantes del primer apéndice. Aunque la concesión sea del público, la apreciación de si la petición es mayoritaria corresponde obviamente al presidente, que no es quien da la oreja pero sí el que decide si hay mayoría para darla, lo que no ocurre jamás, pasando necesariamente a ser su juicio una «estimación» en vez de una constatación. Si uno de cada dos ocupantes sacara el pañuelo, en los tendidos se haría un toldo que no permitiría ver ni una cabeza. Eso no sucede nunca. Pero es verdad que cuando hay muchos pañuelos fuera no cabe pensar que todos los que no lo sacan están en contra. Habrá quien no lo saque por no tenerlo, porque le da pereza o por pensar que no hacen falta más. En resumen, que tácitamente comparten la petición. Se palpa, se adivina, se percibe, como decía Matías, que hay una expectación grande ante una buena faena. Y se intuye la ausencia de protestas significativas a la concesión. En Las Ventas se cortan muchísimas orejas sin esos presupuestos, con clara oposición de una gran cuota de público, con pañuelos concentrados en sectores concretos y sin que su número permita deducir un consenso mayoritario por algo importante acaecido en el ruedo y vivido con intensidad por la generalidad de los presentes. Son las orejas protestadas ruidosamente. Estoy seguro de que esa es también en muchos casos la percepción de los presidentes. Pero entra en juego el factor perturbador del griterío, que progresivamente se intensifica hasta «convencer» a los pusilánimes. En la fase de recrudecimiento de los chillidos no asoma ni un pañuelo más. Si se atendiera exclusivamente a los pañuelos y su exhibición se mantuviera silenciosa, los presidentes no concederían la mitad de las orejas que se dan en Madrid con petición minoritaria. Las conceden por el aumento de los rugidos de quienes, con pañuelos en minoría, les atruenan los oídos a gritos pelados que deben retumbar de lo lindo en el palco. Ningún presidente de Madrid dejará de admitir esta verdad. Ni don Trinidad, ni don Justo, ni don Gonzalo, ni don Jesús María, ni don Víctor. Pero es más fácil complacer al triunfalista que aplacar al rigorista, lo que pocos presidentes hacen; y, si alguno, pocas veces. Casi siempre rectifican su primera intención y condescienden, no por crecer los pañuelos, sino por arreciar las voces y gestos airados. Si el premio fuese debido a la cantidad dominante de pañuelos, no esperarían al límite del enganche de las mulas. Y yo les pregunto si, a la postre, no es mejor para la fiesta el aplauso del colectivo de aficionados que la bronca de los que quieren colar orejas. La mitad de las actuales no le sirven de nada a sus paseantes. Como para nada sirven los aprobados y otras notas que, en flaco favor, regalan los profesores que no exigen aplicación en clase ni preparación en el examen. Hacen de su cátedra un coladero.