La fiesta de los toros no deja de ser una expresión artística preilustrada que sobrevive y se adentra en el siglo XXI. Precisamente son las tauromaquias de Pepe-Hillo (1796) y, especialmente, de Francisco Montes, Paquiro, (1836) el modo en que se ordenan y racionalizan las corridas de toros y de construir lo que conocemos hoy. Son, por ello, los “ilustrados” de la tauromaquia. Esta idea es importante para reflexionar sobre el momento de la fiesta de los toros en un doble sentido, como espectáculo de masas y como expresión artística. No cabe duda de que hechos como lo de Cataluña (donde la votación del Parlament no fue sino la última de una serie de medidas antitaurinas tomadas desde hace veinte años) o el boicot de TVE a la retransmisión de festejos taurinos, arrinconando paulatinamente sus contenidos, son vividos por el aficionado como ataques contra la fiesta que la debilitan. Pero hechos como estos, sin duda graves, son sobre todo la expresión, y resultado más que causas, de las propias debilidades de la fiesta. Si eso sucede es porque la fiesta y sus participantes han permitido llegar a esta situación sin reaccionar. Veamos. La fiesta de los toros hace tiempo que dejó de ser el espectáculo de masas que llegó a ser. Los toros fueron el espectáculo de masas por antonomasia en el siglo XIX, hegemonía decimonónica que comenzaría a menguar en la primera mitad del siglo XX ante el auge de otros espectáculos y, particularmente, del fútbol. Que los toros no sean el espectáculo masivo que fue no es en sí mismo objeto de preocupación ni un problema, pero sí su paulatina desaparición de la cotidianeidad, y en esto el mundo de los toros y sus diversos implicados tienen gran responsabilidad, incluidos los propios aficionados. Hoy, la referencia que una parte importante de la sociedad tiene de los toros se deriva casi exclusivamente de las implicaciones afectivas de algunos matadores o de lo que se percibe como extravagancias de otros, siempre vinculadas a cuestiones personales. Pero el núcleo de la tauromaquia, su razón de ser, como es la emoción de tal o cual suerte, el poderío del toro, la buena lid entre matadores…, son aspectos cuya existencia a menudo se ignora y nunca preocupa fuera de las menguantes huestes de aficionados. Esta situación, que se ha ido generando poco a poco, no ha recibido respuesta ni ha generado iniciativas fértiles por parte unas estructuras gerenciales taurinas (políticas y empresariales) arcaicas, sin visión estratégica, demasiado interesadas en las ventajas tácticas y en los beneficios inmediatos, ignorando cuando no despreciando el fomento de la afición, la formación taurina o el estímulo de la sensibilidad plástica que desprende la fiesta. Tampoco favorece la necesaria reubicación de la fiesta en la cotidianeidad social (al contrario, resulta difícil de entender e imposible de explicar) que haya toreros que, con un indudable carisma mediático y por tanto con condiciones al alcance de muy pocos para proyectar la fiesta de los toros hacia todos los rincones de la sociedad, huyan de las catedrales de la tauromaquia para refugiarse en plazas de menor proyección e insignificante exigencia oponiéndose además a que su quehacer en el ruedo se difunda por televisión (¿es imaginable siquiera que alguien como Rafa Nadal pueda prohibir la retransmisión de sus partidos de tenis?). Con comportamientos así, ¿cómo evitar que se instale la idea entre los sectores ajenos a este mundo de que la “la gente del toro es muy rara”? Precisamente esa idea actúa como un poderoso mecanismo que dificulta esa ansiada cotidianeidad de los toros como algo de lo que se habla, que se conoce, que se sigue y cuyos avatares deberían preocupan no sólo a grupos cada vez más reducidos sino a segmentos crecientes de la sociedad. ¿Qué podemos hacer los aficionados?, ¿hacemos realmente todo lo que está a nuestra alcance? La mayor restricción sin duda con la que nos encontramos es que nuestras limitaciones como sujeto-actor en el mundo del toro son enormemente más grandes que el alcance de nuestras iniciativas. Nuestra tradicional aversión a organizarnos más allá de pequeños núcleos es una de esas limitaciones pero aun sin grandes esquemas organizativos hay vías de actuación insuficientemente exploradas o explotadas. Tenemos que esforzarnos por instalar los toros en la normalidad, por fomentar el hecho taurino no como una extravagancia arrebatadora de unos pocos sino como expresión artística y plástica recogida en todas las Bellas Artes durantes los últimos siglos. Es especialmente relevante de la necesaria labor de fomento en la que debemos implicarnos la práctica desaparición del hecho taurino de las escuelas. Cualquier aficionado puede proponer actividades de difusión de la fiesta para niños a través de las asociaciones de padres de las escuelas, incluso a través de los representantes de padres en los consejos escolares. Hay colegios donde eso se hace y decenas de niños pintan, escribe e imaginan el toro y la fiesta. Eso no garantiza, por sí sólo, que esos niños se conviertan en aficionados en un futuro, pero sí que sepan que la fiesta existe, que pueda ser fuente de goce estético y de creatividad plástica, y que es algo único. Para la mayoría de nuestros escolares, en cambio, el toro nunca aparece, ni remotamente, en su entorno cotidiano, siendo algo cuya existencia en muchos casos asocien a algo arcaico y desagradable. He ahí, por otra parte, un desafío para las autoridades educativas y culturales de gobiernos que dicen defender la fiesta de los toros. Sería una oportunidad para que, por ejemplo, la Comunidad de Madrid diese contenido a la hasta ahora meramente retórica y propagandística declaración de la fiesta de los toros como Bien de Interés Cultural. Hay muchas labores en las que implicarse. La mayor parte de la sociedad, incluso también muchos de quienes muestran interés por los toros, asocian los toros a algo festivo, complemento de cualquier feria, como la verbena o la carrera de sacos. No es así. Y no sólo porque existan plazas de temporada sino porque la afición a los toros se expresa en muchas actividades más allá de las plazas: ahí están las lecturas para el invierno, los vídeos, películas o documentales, las tertulias y conferencias, las visitas al campo, donde implicar a conocidos y amigos y, sobre todo, a los niños. Debemos dejar de lamentarnos, de ver enemigos y agresiones en todas partes, de pensar que todo el mundo está equivocado mientras nosotros conservamos la razón. Lo problemas de la fiesta están dentro de la fiesta y que el siglo XXII siga presenciando la lidia y muerte de un toro bravo dependerá del mundo del toro y de todos sus integrantes, también de los aficionados. Tomando prestadas las palabras de don Fabrizio, príncipe de Salina, en Il Gattopardo, un siglo es la eternidad. Y, como su sobrino Tancredi, pensemos que si queremos que todo siga como está (en nuestro caso, que la fiesta de los toros siga existiendo), es preciso que todo cambie.