¿Qué es la bravura? Un misterio, un enigma cuyo secreto guardan el universo o Dios según creencias de cada cual. Nosotros solo podemos verla como manifestación de comportamiento, inclinándose la RAE por equipararla a ‘fiereza’ en un animal y ‘valentía’ en una persona, de modo que bravos son tanto el toro fiero como el torero valiente.
Los taurinos se dividen en dos bandos al definir la bravura. Unos creen simplistamente que estriba en que el toro, con cuernos de adorno, siga la muleta con fijeza, rectitud y continuidad hasta el final del brazo estirado del muletero, sin mirar a nadie, sin que para él haya nada más en la plaza. Otros entendemos que bravura es centrarse en lo que se mueve, provoca o amenaza y perseguirlo con tenacidad para pillarlo y cornearlo. En igual proporción, mientras unos tachan de mansos a los toros que no hacen lo primero en respuesta a la intervención y manejo humanos, otros tildamos de borregos a los que no hacen lo segundo como obrado por los genes y el instinto. Si la mansedumbre es para un buen número de aficionados no embestir claro y dócil, para los como yo sería no acechar con codicia y amenazar con fiereza. Es la distancia entre el toro intacto fiel a su naturaleza y el que sigue pautas de amaestramiento. Los perros, caballos, cabras y otros animales también son susceptibles de doma sin gota de bravo en sus venas. Peligro y bravura El peligro que almacena la bravura le hace al toro desempeñar su papel de animal incómodo por principio, incumbiendo al torero descubrir y calibrar esa contrariedad para superarla. Lo dijo el maestro Domingo Ortega, ya anciano, al proclamar que la esencia del toreo estaba en emocionar a los espectadores con la manera de solucionar las dificultades de los toros y hacerles percibir la habilidad y sapiencia del toreador. Porque si al toro no cabe vencerlo de tú a tú, toreándolo se le puede transformar y conducirlo por donde no quiere ir para que haga lo que no quiere hacer. El público reacciona —‘pica’, dice Ortega— cuando el indómito burel ofrece inconvenientes y el lidiador los allana, lo que lleva —añado yo— a estallar en olés, saltar del asiento y aupar al hombre inteligente capaz de ejecutar lo sobrehumano frente al bruto irracional. Las tres corridas de la pasada Feria de Otoño no salieron acordes a la visión de la bravura del primer grupo considerado, calificándolas sus integrantes de durísimas, correosas y complicadas, y curiosamente más las de Fuente Ymbro y el Puerto que la de Adolfo, patentada de dura por los diestros adinerados que huyen el hierro. A los toros de Fraile, en general, se les tildó de ásperos, violentos y no sé de cuantos desdoros más. ¿Por estar en su papel de bravos y posibilitar que los matadores tuviesen el suyo de toreros? Como no puedo analizar cada una de las tardes, me detengo en el mano a mano del sábado 1. Siendo defensor del toro con imagen y volumen, me congratuló que el encierro, de 581 kilos de media, desmontase el tópico de que movilidad y tamaño se interrelacionan. Quien asistiera a la corrida vería la agilidad de estos ejemplares hacia los caballos, correteando el ruedo y persiguiendo a los intérpretes de la lidia. Baste una muestra, el cuarto, de 619 kilos, acometió tres veces al picador y fue fogosamente banderilleado y lidiado antes de alcanzar por pies a José Garrido en una carrera diametral, desde el 1 al 6, cuando el joven y entrenado extremeño huía veloz y desarmado tras dejar clavada la espada al tercer ataque. No recuerdo otro toro protagonista de algo parecido entre los muchos de este año con menos de 500 kilos. Actores con recursos Ese ganado hizo también viable que Curro y Garrido estuviesen en su papel de actores con recursos para encararse a los problemas del enemigo y regalarnos, no solo emoción a cubos, también pases, lances y hasta cortas tandas con arte, belleza, plasticidad y elegancia. Nunca vi a Curro Díaz más dispuesto, entregado y valeroso. Esta ha sido sin duda su temporada. Antes de la segunda puerta madrileña de marzo, el linarense venía a Las Ventas cada año con el valor justo para torear que se reconocía Pepe Luis Vázquez, pero ahora se consagró como el señor de los anillos que es. Y sin tocar pelo, que poca falta hace cuando se vibra de interés y pasión. De José Garrido digo otro tanto, aunque no quepa comparar unos meses de revelación con veinte años de tablas. Ambas circunstancias acumuladas crearon espectáculo en una sesión sin nadie fugitivo de su localidad o aburrido. Una tauromaquia en estado puro que no precisa otros remedios ni fórmulas magistrales. Emoción y más emoción es la medicina de nuestra fiesta. Que los nuevos gestores venteños den ferias de otoño así. Porque algo similar podía escribir de las reses de Ricardo Gallardo o Adolfo Martín, propicias a que toros y toreros estuviesen en sus respectivos papeles de presentar dificultades y resolverlas. Lo dijo el mayor sabio de la especialidad, Domingo Ortega, de quien yo solo soy un barato mensajero.