Presentación del invitado, por Emilio Roldán
El maestro en tauromaquia que esta tarde con su presencia nos precia nació un frío día de enero en el barrio de Usera de finales de los setenta. Entonces no era el barrio chino que hoy conocemos sino un reguero de colonias de migración interior nutridas por tantos y tantos españolitos de entonces que hablaban seseando entre sus bares y chaflanes, provenientes en su mayoría del sur peninsular y que vinieron a la capital durante aquellos años a probar fortuna con un hatillo lleno de sueños. Esos sueños que navegaban a orillas del Manzanares vestían con los colores del Colonia Moscardó, el Mosca de toda la vida, que doraba sus victorias en la división de plata, representando las ansias de un barrio obrero que crecía sin demora al ritmo de los goles en las mañanas de domingo.
José Ignacio Uceda Leal, el benjamín de tres hijos, creció siempre muy rápido, enjuto de carnes pero henchido de ilusión por llegar algún día a ser matador de toros. Seguramente fue influido en sus años de mocedad por la brillante afición taurina de su padre, un reconocido aficionado de la plaza de toros del barrio de la Guindalera, y por su tío Luis, que fue banderillero. Todo ello le llevó a apuntarse a la edad de catorce años, después de contar con la ansiada venia paterna, a la escuela de tauromaquia de Madrid, la Marcial Lalanda, aquella donde su generación se curtió todavía imberbe en aquellas durísimas sincaballos que eran como una mili al completo en Sidi Ibni y que los preparaba para ser plenamente conscientes de que esto de ser torero era una cosa bien seria. Siguiendo los consejos de su querido Tinín y del maestro Gregorio Sánchez, comenzó a conocer el peligro que se asume cuando uno toma la valiente decisión de ponerse la vida por montera. También recibió la tutela de Francisco Blázquez Membrilla, Pacorro, allegado a su familia, el cual puso rehiletes en corto y por derecho a toros de auténticos genios del estoque y la pañosa como lo fueron Manolo Vázquez y Antonio Ordoñez.
Coincidieron sus años de adolescencia con la Movida madrileña, el renacimiento de Julio Robles, la irrupción de Ortega Cano y de Niño de la Capea y con la consolidación de un mechón blanco con olor a tabaco rubio que aún late fuerte en el sístole y el diástole de nuestra Plaza de Madrid, su patio de recreo. Antoñete fue un jirón pulcro y puro en los ropajes de una Fiesta de dos caras, en donde las figuras imponían su toro de pitiminí y billete grande y en donde los modestos venían arrollando bajo el grito comanche de Manili. De todo ello bebió nuestro protagonista, el cual se vistió por primera vez de luces matando una de Martínez Elizondo, en julio del 91, en la localidad francesa Mont de Marsan.
También, nuestro protagonista tomó el testigo de aquel madrileñismo de los hermanos Ángel y Pepe Teruel, maestros del toreo cheli con aroma a clavel fresco y gorrilla calada, que hace escasos años dejaron huérfanos al toreo y a su barrio de Embajadores. Allí, donde de pequeños, armaban la tremolina frente a los carretones de madera, provocando un trueno de olés en los vecinos.
Tras tres años frente a los erales, dio el salto a matar utreros y se vio anunciado por primera vez junto con su compañero Luis Miguel Encabo en Las Ventas en el San Isidro del 94, gracias a la recomendación de Pablo Lozano. Con setenta novilladas sin picadores y previo paso por Murcia para debutar junto con los del castoreño, se presentó dejando una grata impresión en la parroquia venteña, cosechando una vuelta al ruedo de las de antes. Al año siguiente, vuelve a Madrid en el pasaje final de San Isidro y corta las dos orejas de Lozanito, de Fernando Peña, demostrando un notable conocimiento de los terrenos frente a un novillo sin fijeza. En base a cites muy suaves desde el tercio, el astado se acabó entregando y la faena cogió altos vuelos, resultando herido al entrar a matar al burel por la suerte contraria, imposibilitando así su salida por la Puerta Grande de la calle Alcalá, pero cosechando así un éxito que le valió el doctorado al año siguiente en la capital del planeta de los Toros.
Dicha tarde, en la Feria de Otoño de 1996, vestido con un riguroso terno íntegramente blanco recibió la alternativa en un cartelazo de relumbrón de manos de Curro Romero, quien sustituyó a César Rincón, corneado gravemente semanas antes en Nimes, y con Julio Aparicio (hijo), de testigo. Golondrino, de Núñez del Cuvillo, apenas tuvo lucidez y el toricantano resultó ovacionado. Meses después, se produjo el primer impasse en la carrera de Uceda Leal, ya que en año y medio no contó ni tan siquiera con treinta paseíllos.
Y ahí llegó su Plaza de Madrid, de nuevo, para sacarlo a flote de los injustos vaivenes empresariales. Otra vez por otoño. El 11 de octubre del 98 cortó un apéndice de cada uno de su lote de la corrida de Victorino Martín Andrés, que pudieron ser tres si la estocada a Heladero no hubiese resultado baja. Aquella tarde vistió un terno que le es muy propio, el verde esperanza y oro, un auténtico presagio. En dos faenas de distancias, embarcando las embestidas con mano baja, marcando con su franela los caminos y cerrando las tandas con unos pases de pecho infinitos de pitón a rabo, levantó del asiento a los aficionados más exquisitos, los cuales le sacaron en hombros en loor de multitudes.
Después de varias temporadas de altibajos y sinsabores, confirmando en la Monumental de Insurgentes, cosechó en Madrid su segunda salida a hombros el 2 de mayo del 2004, realizando el gesto, vestido con su habitual traje goyesco blanco, de encerrarse con seis toros de diferentes ganaderías. Aquella tarde fue desapacible y lluviosa, pero, mediante su oficio y la consecuente claridad de ideas, sacó adelante el festejo.
Un año antes, en San Isidro 2003, tuvo que pechar frente a un encastadísimo toro de El Ventorrillo, que remendó una corrida del afamado Astolfi y que llevó por gracia el nombre de Cantinero, de cuando Paco Medina hizo de ese hierro una vitola de casta y fiereza, sacando de su dehesa decenas de ejemplares bravísimos. Uceda Leal aquella tarde sintió la incomprensión y la dureza de una Plaza de Madrid que se rindió a un burel que acudió con presteza y tremenda prontitud al jaco en tres ocasiones. Incomprensiblemente apenas recibió castigo por parte del varilarguero, siendo durante el trasteo una indomable fuerza de la naturaleza. Recuerdo aquel toro con tremenda emoción, ya que desde mi adolescente Andanada del 7 percibí ese carácter indómito, agravado con su estado incruento tras el primer tercio. Quizá el error de Uceda Leal fue querer rematar los muletazos detrás de la cadera sin aliviarse y no disponerse a ratonear como otros tantos mediante la reducción de las distancias, hoy tan en boga. El caso es que Madrid le dio la vuelta al ruedo a ese toro y Uceda Leal, quien lo lució citándolo sendas veces de lejos, escuchó una división de opiniones por parte del respetable.
Quizás su más duro paseíllo fue el del 6 de abril del 2009, horas después de enterrar a su padre, a quien regaló una faena sincera, hilada con la fuerza del corazón, frente a un barrabás de El Puerto de San Lorenzo, al que propinó una estocada en los rubios, instantes después de recibir una cornada que posteriormente lo llevaría, por su propio pie, a la enfermería, gravemente herido. Cosechó con merecimiento un trofeo, bellísimo homenaje a quien le dejó en herencia el amor entregado por la Fiesta de los Toros.
Aquella tarde, Uceda Leal nos enseñó que el único camino para sentirse cumplido como ser humano y como torero es la lucha fiel y apasionada, el sufrimiento contra viento y marea, apretando los puños y levantándose hasta cuando más pesaba la tristeza. Esa fuerza de voluntad lo llevó a no tirar la toalla después de cinco temporadas de inexplicable ausencia en Madrid, en las que la nube negra de la desesperanza no consiguió doblegarlo.
Su último resarcimiento, su retorno al coso venteño, aquel que tomó por novia desde la niñez, fue en la Goyesca del 2022 frente a un “colorao” de El Cortijillo, al que le recetó una faena de pasajes torerísimos.
En la última Feria de San Isidro, en su única tarde acartelado y vestido de purísima y oro, nos regaló unos muletazos de inicio de trasteo que durarán muchos años en las pupilas de nuestra memoria. El burel embestía a trompicones, falto de ritmo, como este otoño entre lluvias y hojarasca. El de Santiago Domecq pedía mano baja y la suavidad de esas caricias ágiles pero templadas que se dan en las noches de invierno los amantes pasajeros.
Detrás de esos muletazos con olor a habano dibujaste con manierismo una clase magistral sobre qué es el empaque, ese duende lorquiano del que cuida cada detalle como el poeta que rompe bocetos llenos de versos hasta encontrar el que le quebranta el alma. Porque la historia del toreo entiende más de silencios en el cite que de los gritos tenísticos tan de hogaño. Porque la torería, como la belleza de la mujer, surge del aroma de la naturalidad, sin afeites ni estridencias. Después de cada embroque aguantabas postrado como un niño que, concentrado y tembloroso, por primera vez se confiesa ante Dios y ante sí mismo, en aquellos doblones de hiperbólica finura, en los que descansa el compás de un bolero, ajeno a modas y caprichos.
Uceda Leal nunca ha sido figura, etiqueta que dan los ociosos empresarios en base a intereses volubles y crematísticos. Uceda Leal es torero de Madrid, etiqueta que dan los aficionados. Porque ser torero de Madrid no entiende de estadísticas como si del trofeo Pichichi se tratase. Madrid se rinde, como lo hizo con Pepín, con Cepeda, con Pauloba y con Curro Vázquez ante la desnudez asimétrica del toreo gota a gota pensado. Uceda Leal probó el sabor de la hiel y aquello le hizo resucitar repetidas veces como una primavera que, después de un duro invierno, reverdece en todas las estancias del alma.
Uceda Leal posee una torería añeja propia de ese olor que se estilaba en las barberías del Madrid Viejo y que es plausible a doscientos metros y con nueve dioptrías en cada ojo.
Su toreo es sobrio, asentado y parece muchas veces sencillo siendo alto y elevado, como la imperfecta perfección de un soneto de Quevedo. Surge erguido, del que nunca necesitó ponerse de rodillas para que la Plaza de Madrid se arrodillase ante la elegancia de sus maneras. Su porte de melancólica mueca en el semblante resucita la rectitud del que torea como se es cuando se es humilde en la grandeza de una sinceridad latente, que no se vende ante las modas de la fatua normalidad del toreo presente. También su premiadísimo volapié recoge el arte de Rafael Ortega en tres actos, echando la muleta abajo, meciéndose hacia el toro por arriba y saliendo del envite con la facilidad del especialista. Uceda Leal es supremo en la suerte suprema, cuya importancia letal ha sido relegada al baúl de los objetos perdidos en esta pobre tauromaquia de cristales rotos.
Hace escasos años decidió cambiar de sastre y que lo comenzase a vestir Justo Algaba, como el soldado que cambia de adarga y de armadura para vestir unos nuevos ropajes que luzcan ese fervor naciente que lleva dentro. José Ignacio Uceda Leal, que frisa ya la cincuentena, mantiene la vitalidad que da seguir siendo joven cuando coge el capote y se abre de capa frente a lo que venga. Sus últimos vestidos de torear, de quejío flamenco, así lo muestran, recogiendo de Cúchares el clasicismo en los alamares de chorrillos largos y de Mazzantini, esa caída esbelta de la chaquetilla y el recargado y ampuloso chaleco a tono. Esperamos que se haga muchos trajes más y poder así seguir disfrutando de la tauromaquia de Uceda Leal, torero imprescindible.